El derecho de sucesión es tan antiguo como la propiedad. Lo han admitido los pueblos de todas las civilizaciones, una vez salidos de las organizaciones primitivas de los clanes comunitarios. Este solo hecho bastaría para afirmar que se trata de una institución consustanciada con la naturaleza humana. En verdad, se apoya en motivos complejos y hondos, que interesa investigar.
a) La transmisión de los bienes mortis causa es inseparable de la propiedad privada. Como lo dice KIPP, sin el derecho de sucesión no llegaríamos a ser gran cosa más que usufructuarios vitalicios de los bienes por nosotros adquiridos. Negado este derecho, no se concebiría tampoco la donación, la cesión gratuita. Inclusive la potestad de vender se vería seriamente afectada, pues sería sencillo disimular tras ella una donación y con ésta una transmisión gratuita de derechos a los hijos u otras personas. Teóricamente se puede combatir la propiedad y la sucesión, pero no admitir una y negar la otra.
b) La sucesión tiene, además, un sentido trascendente. Importa la afirmación de que no todo termina con la muerte. Responde al deseo humano de perpetuarse, que no se cumple solamente en los hijos, en la continuidad de la sangre, sino también en las obras. Por ello ha podido decir UNGER que el derecho sucesorio es un triunfo de la especie y no del individuo.
c) Responde asimismo a la necesidad, hoy más urgente que nunca, de defender y fortificar la familia. Con gran frecuencia, el patrimonio de una persona no es el resultado del trabajo personal, sino también el fruto de la colaboración del cónyuge y de los hijos. Este trabajo común carecería de aliciente si, al morir el padre, los bienes fueran a parar a manos del Estado. Y aunque no haya una colaboración efectiva en la producción de los bienes, aquellas personas lo estimulan con su afecto, lo auxilian en la medida de sus fuerzas. La herencia será la justa recompensa de todo eso. Por lo demás, es indudable que un sólido sustento económico contribuye a dar coherencia y vigor a la familia.
d) Hay también una razón de interés económico social. Si el hombre supiera que, al morir, todo su trabajo va a quedar anulado, un primario egoísmo lo llevaría a disfrutar lo más posible de sus bienes, a tratar de consumirlos junto con su vida. En vez de productores de riquezas, los hombres se convertirían en destructores, en un peso muerto para la sociedad. No ha de pensarse seriamente que la utópica solidaridad social que invocan los socialistas sea bastante aliciente para suplir el amor por la familia. El hombre trabaja para sí y para sus seres queridos, no por la comunidad. A esta consideración, de vigencia permanente, habría que agregar en la época actual un escepticismo creciente respecto de la manera en que el voraz Estado moderno administra los fondos públicos. Amasar una fortuna para que se pierda luego en la inmensidad de las arcas fiscales, es una perspectiva que a nadie entusiasma.
La objeción fundamental formulada contra el derecho de sucesión, tiene raigambre comunista: se lo ataca porque se ataca la propiedad. Se afirma, además, que una razón de justicia señala la necesidad de dar a todos los seres humanos iguales posibilidades y no las habrá mientras algunos privilegiados reciban de sus mayores una gruesa fortuna y otros nada. El argumento es más impresionante que sensato. La igualdad absoluta es inalcanzable y siempre habrá en la sociedad gente mejor o peor dotada, desde el punto de vista intelectual, moral o económico. No se podría prescindir, en pos de cierta utópica igualdad, de una institución que responde a una tendencia natural del hombre, que le sirve de aliciente en sus empresas, y que, al estimular éstas, beneficia por reflejo a la comunidad. Nada más elocuente, para apoyar estas conclusiones, que la experiencia soviética.